miércoles, 30 de septiembre de 2009

La importancia de saber escuchar(se).

Sacó las llaves del bolsillo. Metió una de las copias en la cerradura y abrió la puerta. Le pareció vivir ese momento a camara lenta y a medida que que la puerta se iba abriendo y se empezaba a apreciar el interior del piso, se le aceleraba la respiración. Agachó la cabeza y dió unos pasos hacia adelante, dejando la puerta cerrada tras de sí. El ruido del cerrojo al ser girado resonó en el piso vacío de muebles, de risas, de olor, de calor.
Recorrió las habitaciones sin preocuparse de medidas ni del color de las paredes, ni de espacios aprovechables. Lo único que tenía claro era que los niños compartirían la habitación grande.

El ruido de sus pasos rebotaba contra las paredes y le golpeaba la cabeza. No conseguía calmar su acelarada respiración. Fué hasta la cocina y bebió agua diréctamente del grifo. Se lavó la cara y se mojó la nuca. Se sentó sobre la encimera, levantó la mirada y atravesó con ella la ventana de la cocina. Observó a unos niños jugando en un parque cercano. Les vió y oyó reir.
Un hombre y una mujer jugaban con ellos, todos se reían, se abrazaban. El hombre besó a la mujer en la mejilla y después la abrazó. Los niños se acercaron a ellos y se marcharon juntos. Eran una familia y tenían toda la pinta de estar unida.

Apartó la vista de la ventana y se echó a llorar. Lloró tanto que no conseguia controlar su respiración y sentía que se ahogaba. Cerró los puños y no hizo nada por dejar de llorar.
Se sentía perdido e igual de vacío que aquel piso sin amueblar. Se sentía frustrado y dolido por el trato recibido por parte de quien con tanto compartió. Estaba furioso por no ser comprendido ni apreciado. Por tener que abandonar su casa. Asustado por tener que empezar de cero, por ejercer de padre en solitario.
A pesar de la rabia comprendió que algún día, tras el dolor, vendría la cordura y que vería sin lágrimas en los ojos que no era feliz ni lo sería a su lado.
Con el tiempo y un par de giros en su vida fué capaz de convivir con la idea de haber tenido una familia en el pasado. Prometió a sí mismo no enamorarse jamás.

Los recuerdos iban y venían. Tanto buenos como malos. Luchaba contra la idea de no luchar más.
Sabía que el tiempo le ayudaría estar bien a estar seguro y a no sentirse vulnerable.
Luchaba contra la impaciencia de y la deseperación. El tiempo pasaba muy lento. Se protegía con salidas nocturnas, alcohol, mujeres. Cuando bajaba la guardia se sentía perdido, triste, pequeño.

El tiempo pasó . Al menos tanto tiempo como para volver a a ser fuerte y a tener un objetivo en la vida. Sigue sintiéndose perdido pero está seguro de estar en el lugar correcto en el momento adecuado. Odia pensar en el futuro porque una vez pensó tenerlo asegurado y cuando todo se torció le pilló desprevenido.
Se siente más maduro y controla sus sentimientos, no dejándose llevar por palabras fáciles y vaciás de contenido. Desconfía de todo y todos. Sigue sintiéndose solo y así será por mucho tiempo aún teniendo un millón de maigos porque nadie saca de él lo que tiene dentro y quiere dar a alguien que lo sepa apreciar. Aún así no teme a ese tipo de soledad porque sabe que es peor la felicidad fingida que la soledad sincera y utiliza ésta para conocer mejor a sí mismo.

Cuando aparta el drama de su vida y busca lo bueno que ha vivido, se siente afortunado y bendecido por conocer y haber conocido a gente buena. Aprecia detalles que demuestran interés y se avergüenza de no haber cuidado mejor a algunas de sus amistades.

Él me cuenta todo esto y yo le escucho. Hace balance de lo vivido y se siente orgulloso y creedme si os digo que puedo ver en su mirada, que después de todo se siente orgulloso de sí mismo.